– Relato breve de José Ángel Bañuls
A sus quince años recién cumplidos, Antonino fue reconocido como joven adulto. Por fin vestía orgulloso la toga viril y era aceptado en círculos que hasta entonces le quedaban prohibidos. Las calles, los mercados de ganado y los termopolia despertaron desde siempre su curiosidad. Allí coincidía con comerciantes, soldados y gentes venidas de tierras lejanas del imperio. Fuentes de historias inagotables, extrañas y maravillosas, que daban alas a su imaginación desbordada.
Su padre creció en una familia de curtidores. Trabajó después de herrero, hasta llegar a unir su pasión por el cuero y los metales. Ganó madurez a pie de fragua, hasta dominar el hierro y el bronce, haciéndose un nombre como guarnicionero y armero con buena mano entre militares y équites, entre los aurigas del Circo y las gentes que sostenían el espectáculo en los Anfiteatros.
Los motivos de celebración en la capital del imperio eran numerosos. Sumaban más de la mitad del año los días festivos, sin contar los festejos ocasionales organizados por victorias, la conquista de nuevos territorios, o un mero deseo de la familia imperial. Exaltaciones que, mayoritariamente, iban ligadas a carreras de carros o a cacerías y combates de gladiadores.
Los requerimientos a su padre durante dichos acontecimientos fueron la puerta abierta aquel cumpleaños para que Antonino conociera desde dentro, lo que era un día entero percibiendo la vida y la muerte a flor de piel en el Coliseo.
Penetró en aquel mundo extraordinario por sus mismas entrañas. Donde no había sol, en un entramado de túneles, pasadizos, rampas y celdas. Un ambiente denso y pesado. Repleto de sonidos y de olores. Voces de maniobra y de llamada; cadenas, poleas y tornos chirriantes; susurros atemorizados, el golpeteo nervioso en la piedra de cascos de caballería, los rugidos intimidatorios de las fieras encerradas, ejércitos de moscas y el ruido amortiguado de los graderíos, colándose por las bocas de aquel gigante despierto.
Era una inmensa maquinaria desprovista de frenos, encargada de alimentar lo que ocurría arriba, a la vista del público. Se preparaba comida y bebida para vender entre los espectadores. Los gladiadores revisaban las armas, a las que fiaban salir vivos esa jornada. Se engrasaban los correajes, las defensas y los engranajes de los portones o de los artilugios elevadores. Las galerías se convertían en hormigueros de un trasiego continuo, invadidos por un miedo que traslucía las miradas y secaba las gargantas.
Antonino observaba atónito las inscripciones anónimas en las paredes. Bravuconadas o plegarias grabadas como mensajes al cielo. Ayudó llevando agua a los que trabajaban en ese mundo invisible, a los que se preparaban para saltar a la arena, a los heridos que volvían de ella y a los animales enjaulados allí abajo.
Conforme pasaba la mañana fue cargándose el aire. La sangre, el sudor y los excrementos se fundían con el olor acre tan peculiar de los leones.
Hacia el mediodía comió algo con su padre en los subterráneos. Afuera parecía más calmada la agitación y el griterío. Solo era el espejismo de los intermedios, precisos para retirar cuerpos apagados y los restos de las últimas refriegas. Los animales moribundos eran apuntillados. Los areneros preparaban la superficie para dejarla lista a la nueva sesión anunciada en el programa de la jornada. Los espectadores también comían, decidían apuestas para los nuevos envites, jugaban en grupos matando el tiempo y comentaban lo más destacado de esa mañana.
Para Antonio, las vivencias acumuladas bajo la arena habían sido inimaginables. Unas horas emocionantes, a escasos pasos de unos barrotes que lo separaban de bestias fantásticas y desconocidas, inmerso en el torbellino que hacía funcionar al anfiteatro y muy cerca de alguno de los mayores ídolos de la gladiatura. Ahora, por la tarde, descubriría la otra parte del espectáculo, la que movilizaba a miles de romanos. Accedería a las gradas y asistiría a su primera lucha de gladiadores, como auténtico sello de fuego a su mayoría de edad.
Por unas escaleras interiores alcanzó el vomitorio más cercano. Siguió el pasadizo hacia la boca iluminada, de donde llegaba más claro a cada paso, el rumor de la multitud. La mezcla de nerviosismo y temor con que entró en la cávea, quedó cegada por el sol. Con rapidez fue adaptando la vista a la impresionante mole abarrotada de gente. Sonaba música y en la arena estaban dos grupos de cómicos con máscaras amenizando la espera. Alzó la vista hacia las filas superiores donde podría situarse para presenciar las luchas. Por encima de todas las cabezas se extendía el anillo desplegado del velarium y volaban bandadas de vencejos que unían sus chillidos al vocerío del público.
Como un espectador más, curioseó un juego de dados que jaleaban una docena de aficionados. Algo más arriba de su posición había varias mujeres que probaban dulces y tejían con unas agujas de hueso. Aumentaron los silbidos y crecieron gritos impacientes. Pronto sonaron las trompetas y un desfile entró en la arena, encabezado por el organizador de los juegos y seguido por los gladiadores que se enfrentarían a continuación. Todo el graderío atronó en aplausos y gritos en favor de unos y otros. La muchedumbre bullía y el emperador apareció en su palco. Todo estaba a punto.
Los combates fueron sucediéndose, algunos más complicados que otros para los árbitros. Los Retiarius, enfrentados a los Secutor, enardecían al público con su arrojo, casi sin protecciones y confiados a su red y al poderoso tridente. Pero el choque máximo entre luchadores pesados llenaba de silencios el tiempo de cada combate. Aquí los Thraex y los Murmillo hablaban con los golpes de sus escudos y el cruce de las armas. Sonidos sordos de coraje y muerte en la arena.
Fueron en total seis combates, saldados con dos heridos graves y multitud de contusiones y cortes en las extremidades. La tarde se llenó de una euforia contagiosa que ascendía por las gradas hasta desgañitar las gargantas de los asistentes. Uno de ellos era Antonino, para el que todo resultó abrumador. Incapaz de articular palabras, abandonó el Coliseo soñando despierto con cada lance y con las imágenes vividas a lo largo de ese trepidante día. Inolvidable era la voz que se aferraba a su memoria.
Resultó difícil conciliar el sueño esa noche. Los recuerdos desfilaban una vez y otra, reviviendo los detalles, las fieras, los combates, el griterío, la inmensidad del escenario. Finalmente, la oscuridad y el cansancio vencieron a la excitación de las sensaciones recogidas.
A la mañana siguiente, el sol filtrándose entre las persianas y los primeros ruidos en casa, despertaron a Toni. Eran más de las diez. Encima de la mesita de noche estaba medio desplegado el programa de la exposición “GLADIADORES Héroes del Coliseo”, que visitó la víspera en el Museo Arqueológico de Alicante.
Con una enorme sonrisa recostó de nuevo la cabeza en la almohada, cerró los ojos y repaso intensamente su sueño.
Autor: José Ángel Bañuls Ramírez (© Todos los derechos reservados)